Relatividad

Día 64 – Martes 27 de agosto – De Omis a Ljubljana (577km)

Algunos días parecen tener menos de 24 horas, otros parecen tener muchas más. Imagino que depende de dónde estés, lo que estés haciendo y con quién estás compartiendo tu día. Hoy fue uno de esos días que parecen tener 36 horas o más, no porque se hiciese largo, sino por al final de la jornada, con una copa de vino para relajarme, parecía increíble que hubiésemos tenido tiempo para hacer tantas cosas en un solo día.

Para empezar, fue uno de los días largos en la moto. Ya hacía tiempo que había olvidado el límite de 300km al día que me impuse al principio y estaba acostumbrado a ir más lejos, pero Nat, para quien éste era el primer viaje en moto de su vida, había insistido en no superar ese límite. Sin embargo, por mucho que quisiéramos tomarnos las cosas con calma y tener tiempo de ver cosas, la vida real nos esperaba de vuelta en casa, y teníamos un calendario que seguir. Eso significaba que si queríamos tener tiempo para disfrutar de los Alpes nos tocaba dejar Croacia hoy y llegar hasta Ljubljana en un día.

Yo quería seguir una línea lo más recta posible, tanto para ahorrar kilómetros como para disfrutar de mejor paisaje, pero el GPS indicaba que tardaríamos todo el día y habiendo visto hacía unos años las carreteras en la península de Istria, no tenía razón para dudar de la información. Ir por autovías y autopistas reducía la jornada a siete horas, pero añadía más de 100km, ya que hacía falta ir hasta Zagreb. Era un buen rodeo, y no me hacía gracia pasar el día en la autopista, pero al final decidimos tomar esa ruta.

Nos pusimos en camino por la mañana, algo tristes de dejar atrás el confort del apartamento y los días de playa, pero con ganas de volver a estar en las montañas. Habían alargado la autopista desde la última vez que estuve aquí, y no tuvimos que perder tanto tiempo por la carretera de la costa para cogerla. Hacía un día precioso, pero había nubes grises  de aspecto amenazador tras las montañas, que era hacia donde nos dirigíamos. Visto lo visto, empecé el día con las fundas de lluvia puestas, pero me las tuve que quitar la primera vez que paramos a repostar, ya que me estaba cociendo. Mientras estaba la lado de la moto en calzoncillos, paró al lado una pareja en una Yamaha; eran de Eslovenia e iban camino a casa después de un viaje de dos semanas por los Balcanes. Estuvimos hablando de Serbia y Bosnia i Herzegovina y nos recomendaron visitar Albania y Macedona también. Más países a la lista de cosas por ver.

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Pasamos el resto del trayecto hasta Zagreb jugando al juego de intentar anticiparnos a la lluvia, leyendo el cielo e intentado y hacer coincidir las paradas para repostar o descansar con el ponernos o quitarnos el equipo de lluvia para no tener que hacer paradas de más. Tuvimos bastante suerte y nos escapamos de lo peor, aunque hubo un momento en el que nos pilló lluvia fuerte sin estar preparados y tuve que salir rápido de allí, viendo que el cielo estaba despejado por delante. Por suerte no duró mucho y nos secamos rápido.

Paramos por última vez a por un café en la frontera con Eslovenia, habiendo pasado por las afueras de Zagreb. Yo ya había vist ola ciudad, pero era una pena no tener tiempo de pasar una noche allí para que Nat la conociese también. Compramos la única viñeta de todo el viaje para poder usar la autopista hasta la capital y en un par de horas, entre lluvia intensa y el tráfico de la hora punta de la tarde, llegamos a Ljubljana.

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El hostal parecía sacado de una sitcom adolescente de los 90 (al estilo Parker Lewis Can’t Lose) y quedaba un poco lejos del centro, pero era agradable y había sitio para aparcar la moto en la entrada. Como sólo íbamos a quedarnos una noche, elegimos lo más barato y nos quedamos con una habitación compartida. Aún era temprano, la lluvia había parado y teníamos un par de horas hasta el anochecer, así que dejamos las cosas y dimos un largo paseo hasta el centro.

A Nat le encantó la ciudad, y a mí me produjo una sensación extraña volver a estar aquí por segunda vez. Había llegado a Ljubljana en lo que era el tercere día de mi viaje, con mi equipo nuevo y reluciente, y aquí estaba de nuevo, después de miles de quilómetros. Paseamos un rato disfrutando de la vida que había en las calles y cuando oscureció nos sentamos en uno de los bares que había a la orilla del río a tomar una copa de vino.

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La lluvia volvió a hacer su aparición mientras estábamos allí, pero al final paró el tiempo suficiente para dejarnos volver al hostal a pie. Nos fuimos a la cama tarde, con la mente puesta en los Alpes.

¡Corre al ferry!

Día 63 – Lunes 26 de agosto – De Omis a Hvar a Omis (199km – 150 en ferry)

No nos levantamos exactamente temprano, para ser sinceros. Para cuando llegamos a la terminal de ferries en Split eran casi las 11 am y no las teníamos todas de poder coger el ferry que salía a esa hora. Paré la moto en la parada de taxis de delante de las taquillas, justo enfrente de cuatro guardias urbanos que se afanaban a indicar a los coches que se dirigiesen a la zona de embarque del ferry o saliesen de allí para no provocar atascos, pero no pareció importarles la moto. Nat fue a por los billetes y volvió corriendo, le habían dicho que aún podíamos embarcar en el ferry de las 11 si nos dábamos prisa. Fuimos con la moto a la zona de embarque y directamente al hombre que controlaba los billetes. Había una cola de coches embarcando, pero cuando le pregunté si aún nos daba tiempo nos preguntó si teníamos billetes, y al decir que si señaló a la rampa de embarque y dijo “bye-bye”. Entramos directamente en la cubierta de vehículos, saltándonos la cola de coches que aún no habían embarcado, pero no pareció molestar a nadie, otra de las ventajas de ir en moto. La dejamos en un lado, un miembro de la tripulación la amarró para la travesía y subimos a la cubierta superior mientras el ferry se alejaba lentamente de la ciudad. Hacía un día precioso y teníamos una vista privilegiada de la ciudad desde el mar.

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Había varios barcos que conectaban las islas con el continente, pero el ferry solo iba oa Brac o a Hvar, así que teníamos que elegir. Nos habían dicho que Hvar era más bonita, y también la que tenía mejores playas, pero una vez allí costó encontrar una, ya que la costa era casi toda rocas. El paisaje era precioso sin embargo, pueblos muy pequeños con casas de piedra, una carretera muy estrecha que subía y bajaba por valles y colinas y la isla tenía muy poca población y aún menos turistas. Paramos en un pequeño pueblo con una playa de piedras tranquila y tomamos el sol un rato y nos dimos un baño. El agua era muy diferente aquí, ya estábamos de frente a mar abierto, y se notaba que la costa no tenía delante la protección de las islas. Las olas eran más altas y el color del agua ya no era completamente transparente, sino un tono más oscuro debido a las algas que el oleaje levantaba del fondo.

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Nos quedamos en el mismo pueblo después del baño y comimos pescado en un restaurante con una terraza encantadora que daba a la playa antes de ir hacia Hvar, donde visitamos la fortaleza que dominaba el pueblo desde la colina y disfrutamos de las vistas. Después fuimos al pico más alto de la isla, donde había un observatorio. Me imaginé que, lejos de la costa y con tan poca población, la vista del cielo por la noche debía ser espectacular desde allí.

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Estaba oscureciendo, así que empezamos a tirar hacia los dos otros pueblos principales de la isla, pero tras ver que no había mucho que visitar tras la puesta de sol en el primero, decidimos volver a Stari Grad, donde estaba la terminal del ferry, e intentar coger el de las 8:30, ya que no había otro (de hecho el último) hasta casi medianoche.

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Para cuando llegamos al puerto ya pasaban unos minutos de la hora de salida, pero el ferry seguía amarrado con las puertas abiertas y con dos miembros de la tripulación de pie frente a ellas. Había un par de coches terminando de embarcar, así que fui directo hasta ellos con la moto y les pregunté si podíamos comprar los billetes a bordo. Negaron con la cabeza y señalaron al edificio de la terminal, indicando que teníamos que comprarlos allí. Crucé la explanada y Nat se fue corriendo a las oficinas, mientras yo esperaba fuera con la moto. Quedaba un vehículo que aún no había embarcado, a unos veinte metros de donde yo estaba parado, en la punta opuesta de la explanada respecto al ferry. Era un furgoneta azul hecha polvo, con un par de hombres que parecían una mezcla de viejos hippies y gitanos, y por lo que vi, el ferry les estaba esperando a ellos cuando nosotros llegamos. Se les acercó una mujer mayor con una muleta, que deduje que iba con ellos y venía de comprar los billetes, pero cuando intentaron poner en marcha la furgoneta, el motor no arrancaba. Lo intentaron una y otra vez, pero no había manera. Mientras los dos hombres seguían intentando revivir la furgoneta, la mujer empezó a cruzar lentamente la explanada con la muleta en una mano y los billetes en la otra; Nat aún no había vuelto con nuestros billetes, los dos hombres decidieron empezar a empujar la furgoneta para subirla al ferry y en ese momento comenzó una extraña carrera que parecía sacada de uan película de los hermanos Cohen. La mujer iba cojeando ya a dos tercios de la distancia que nos separaba del ferry, los hombre habían empujado la furgoneta aproximadamente un tercio, y por el rabillo del ojo vi a Nat salir de las oficinas con los billetes en una mano y el casco en la otra y empezar a correr hacia la moto. Me dio los billetes, que me metí directamente en la boca mientras arrancaba y ella saltaba detrás de mí. Abrí el gas de golpe y salimos disparados a través de la explanada mientras la mujer le daba los billetes a la tripulación y los dos hombres se acercaban ya a la rampa empujando la furgoneta. Me metí con la moto delante de ellos, le di los billetes al de la rampa (con las marcas de mordiscos incluidas) y entramos en un ferry medio vacío que cerró las puertas justo detrás nuestro mientras los gitanos conseguían empujar la furgoneta a bordo en el último segundo.

Para entonces ya era negra noche sobre el mar, y tal como me había imaginado esa misma tarde en el observatorio de la colina, el cielo nocturno era espectacular, con miles de estrellas parpadeando sobre nuestras cabezas mientras navegábamos hacia Split.

Soprendente belleza

Dia 62 – Domingo 25 de agosto – De Omis a Split a Omis (50km)

Las expectativas no suelen ser algo bueno, especialmente cuando uno viaja. Cuando nos dicen una y otra vez lo bonito que es un lugar no crean unas expectativas tan altas que a menudo cuando llega el momento de ver el lugar con nuestros propios ojos nos sentimos, sin no decepcionados, poco impresionados. “Parece Bellvitge”, observó Nat mientras entrábamos en Split a primera hora de la tarde después de haber pasado otra mañana relajándonos en la playa. Y tenía razón. Años atrás esa había sido exactamente mi primera impresión cuando conducíamos a través de las afueras de la ciudad, a pesar de que en aquella ocasión teníamos cero expectativas pues nadie nos había dicho una palabra sobre el lugar.

Es de justicia decir entonces, que cuando un sitio verdaderamente tan bonito que aún consigue impresionar al visitante a pesar de las expectativas, tiene que ser algo especial, y Split es sin duda uno de esos sitios. El hecho de que se tenga que atravesar unas afueras tan grises y anodinas no hace más que incrementar la sorpresa. El casco antiguo se construyó sobre las ruinas del palacio de Diocleciano, que era un complejo enorme, y es un lugar único e impresionante. No se escapa de ser un lugar bastante turístico, evidentemente, pero no tanto como Dubrovnik, menos cruceros hacen escala allí y el turismo es principalmente local. Disfrutamos de un paseo por el centro y luego nos acercamos a la terminal de ferries para pedir información sobre precios y horarios de los barcos que iban a Brac y Hvar, las dos islas enfrente de la ciudad, que eran una de las cosas que me perdí en mi anterior viaje y que tenía muchas ganas de ver. Los precios resultaron ser muy razonables, así que decidimos volver a la mañana siguiente para visitarlas.

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Playas rocosas y marisco

Día 61 – Sábado 24 de agosto – Omis (0km)

Nos levantamos muy tarde, contentos de no tener que despertarnos al son del despertador a las 7 am para otra jornada encima de la moto, y pasamos el día haciendo lo que había venido a hacer a Croacia: nada.

Cogimos las colchonetas de la tienda y los nuestros respectivos libros y bajamos a la playa. Estábamos en una zona a sólo dos kilómetros de Omis, con muchos apartamentos, y teníamos un poco de miedo de encontrar la playa abarrotada, ya que las playas son algo difíciles de encontrar en Croacia, la mayor parte de la costa son rocas escarpadas que hacen difícil encontrar un sitio donde darse un baño, pero por suerte descubrimos que había mucha menos gente de la que nos habíamos temido y el ambiente era muy tranquilo y relajado. Extendimos las colchonetas y nos pasamos el día tomando el sol, leyendo y nadando en las aguas del mar Adriático.

Por la noche fuimos hasta el centro en moto para buscar un sitio donde cenar una mariscada. Había pasado unas de las mejores vacaciones de mi vida en Croacia hacía años, y una de las cosas que recordaba con más cariño era una cena así en Omis.

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Encontramos un restaurante en una de las callejuelas estrechas del casco antiguo y nos dimos el gusto de una cena a base de pescado y marisco. Tras la cena compramos un par de helados y subimos por un camino estrecho y empinado cortado en la roca hasta la fortaleza del pueblo, donde justo terminaba un concierto. Ya era oscuro y desde allí arriba teníamos una vista privilegiada de la ciudad.

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De vuelta al apartamento en la moto recordé como, cuando estaba preparando el viaje y ya no me quedaba presupuesto para unas luces extra para la moto, me dije que no iba a conducir por la noche, y sin embargo aquí estaba, no solo conduciendo por la noche, sino conduciendo en pantalones cortos, sandalias, camisa de manga corta y con pasajera. Tras tantos días de calor asfixiante y frío intenso metido en el aparatoso traje, sentir la cálida brisa del mar en mis brazos y piernas era un verdadero placer.

El puente de Mostar

Día 60 – Viernes 23 de agosto – De Sarajevo a Omis (290km)

Croacia no quedaba muy lejos, pero nos pusimos en camino temprano porque queríamos parar a visitar Mostar y su famoso puente, y también porque no habíamos reservado ningún lugar donde alojarnos en Croacia, el plan era llegar a la costa y luego ir subiendo hacia el norte hasta encontrar un lugar que nos gustase e intentar encontrar un apartamento o una habitación allí, como hay mucho oferta no debería ser difícil encontrar alguna cosa.

Saliendo de Sarajevo descubrimos que era una ciudad mucho más grande de lo que habíamos imaginado cuando visitamos el centro, se extendía hacia el sur en barrios residenciales y polígonos industriales, hasta que las colinas se cerraron de nuevo y nos encontramos en carreteras reviradas, disfrutando del buen tiempo. Al cabo de un rato la carretera nos llevó a un cañón que seguía el río cuyas aguas pasarían más adelante bajo el puente en Mostar. El paisaje era precioso, una carretera serpenteante a lo largo de un río de color esmeralda flanqueado por acantilados de roca blanca y gris en ambos lados. Cuando el cañón finalmente se abrió para dar paso a un valle más amplio, encontramos la ciudad. Era más grande de lo que había esperado, de hecho es la quinta ciudad del país y, como es habitual, pasamos por unos barrios sin gran interés antes de encontrar el casco antiguo. Nos metimos por una callejuelea adoquinada siguiendo las señales que indicaban el camino al Stari Most hasta que llegamos a un punto donde no podíamos seguir avanzando. Estaba dándole la vuelta a la moto cuando un chico me hizo gestos indicando que aparcase la moto en la terraza de un bar donde ya había cuatro motos aparcadas. Parece que el propietario del bar, viendo que el país era un destino popular para las motos, se había olido la oportunidad de sacarse un dinero y había decidido usar la terraza como aparcamiento. Dejamos la moto en la sombra bajo la vigilancia del barman  por un par de Euros (era el precio para un día entero si hubiésemos decidido pasar más tiempo allí) y anduvimos los pocos metros que nos separaban del puente.

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La primera impresión fue que era un lugar muy lleno de turistas, había mucha gente en el puente, de hecho tanta que era difícil acceder a él, pero entonces vimos la razón por la que tanta gente se había congregado al mismo tiempo en el puente y en los dos lados del río: un joven en bañador se estaba preparando para saltar a las aguas heladas del río. Se remojó con agua fría de una manguera para prepararse, pasó por encima de las barandillas, dio unas cuantas palmadas para hacer que la gente lo animase y flexionó las piernas al tiempo que el silencio caía sobre la multitud. Entonces saltó hacia arriba y hacia adelante, extendiendo sus brazos como alas y arqueando la espalda mientras se quedaba suspendido en el aire por una fracción de segundo antes de precipitarse hacía el río más de 20 metros más abajo. Según parece es una tradición que los jóvenes de la ciudad salten del puente al río, se organizan competiciones oficiales cada verano, existe un club de saltadores con sede justo al lado del puente y se remonta a la época de la construcción del puente, en el siglo XVI.

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Visitamos el resto del casco antiguo, incluyendo una exposición con fotografías de la ciudad antes, durante y después de la guerra, y un vídeo que mostraba la destrucción del puente. Durante la guerra de Bosnia, la ciudad fue escenario de combates entre el ejército de Bosnia y Herzegovina y el ejército croata en un bando, y el ejército popular yugoslavo en el otro. El ejército croata bombardeó el puente alegando que era un objetivo de importancia estratégica, aunque la acción se considera principalmente un acto contra el patrimonio cultural Bosnio. Tras la guerra fue reconstruido y hoy se alza como un símbolo de la unión entre culturas en el país.

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Dejamos la ciudad bajo el intenso calor del verano y paramos una última vez antes de cruzar la frontera para gastar el poco dinero Bosnio que nos quedaba en gasolina y una botella de agua; comimos algo a la sombra de unos árboles cercanos a la gasolinera y seguimos hasta la frontera. Fue la más fácil que había cruzado fuera de la UE: les di los pasaportes y en el momento que vieron que eran pasaportes de la UE nos indicaron que pasáramos. Al cabo de poco rato vimos por fin el mar, y empezamos a subir por la costa. Habíamos decidido saltarnos Dubrovnik, ya que significaba bajar casi 90km y luego volver a subir, yo ya había visto la ciudad y además suele estar infestada de turistas en estas épocas, ya que todos los cruceros por el mediterráneo hacen escala allí. En lugar de ello, decidimos intentar llegar tan cerca de Split como pudiéramos. A última hora de la tarde habíamos alcanzado Omis, un precioso pueblo de pescadores a pocos kilómetros de Split, antaño refugio de piratas, donde intentamos encontrar alojamiento. La idea era intentar alquilar una habitación en el centro para poder volver a pie a la cama si salíamos a cenar o a tomar algo, pero todos los sitios en los que preguntamos superaban nuestro escaso presupuesto. Al final salimos del pueblo y en dos kilómetros encontramos un apartamento con vistas al mar, a dos minutos a pie de la playa y con conexión a internet por un precio más que razonable, así que nos lo quedamos para cuatro noches.

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Sarajevo

Día 59 – Jueves 22 de agosto – Sarajevo (0km)

El día anterior llegamos a Sarajevo tarde, cansados y con frío, y me había resignado a no tener tiempo para visitra la ciudad a pesar de que me hacía mucha ilusión, así que no fue nada difícil tomar la decisión de quedarnos un día extra durante la cena.

A la mañana siguiente avisamos a la mujer que se ocupaba de la casa de que nos quedaríamos una noche más y nos dijo que no había ningún problema. Fuimos a visitar la ciudad que tanto quería ver y no me decepcionó; se confirmó la buena primera impresión del día anterior y me enamoré rápidamente del lugar: el aspecto, la historia, la gente, el ambiente… me cautivó en pocos minutos y quedé enganchado y decidido a volver en el futuro y pasar unas vacaciones enteras descubriendo el país.

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Visitamos el casco antiguo, una exposición permanente sobre la masacre de Srebenica, el cementerio memorial de los mártires, algunos de los puentes sobre el río Milijacka…

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Viendo la vida que tenía la ciudad, era difícil imaginar que no hace tanto, entre 1992 y 1995, la ciudad sufrió el sitio más largo en la historia bélica moderna, un sitio que mantuvo a sus habitantes bajo el yugo del miedo constante de perder la vida, pasando día sí día también bajo el fuego de la artillería y los francotiradores serbios escondidos en las colinas que rodean la ciudad. Aún quedan cicatrices fácilmente visibles si se buscan, todos y cada uno de los edificios de la ciudad sufrieron daños durante ese período y las reparaciones son visibles en algunos de ellos, mientras que otros visten claramente en sus paredes las cicatrices dejadas por el sitio.

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La mujer que regentaba la casa en la que nos alojamos, Nadia, nos dijo que había perdido siete miembros de su familia durante el sitio, pero que antes de la guerra todas la culturas habían coexistido pacíficamente en la ciudad durante años, según ella todo el odio que alimento la guerra fue causado únicamente por los políticos.

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Por la tarde subimos a una colina para ver la ciudad a la luz del atardecer y encontramos un mirador en una vieja fortaleza donde varias personas de la ciudad se habían congregado a ver la puesta de sol. Pasamos un rato allí y de bajada un gato que salía de una casa nos llamó la atención. Me paré y vino directo a mí, lo que es raro para la mayoría de gatos.  Era una de esas gatas (porqué era una gata) que se comportan más como un perro, y se dejó recoger y acariciar.

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Nos la llevamos a dar una vuelta con nosotros, y estaba tan más contenta imposible, ronroneando todo el rato. La llamamos Sara, por Sarajevo, e incluso consideramos seriamente la idea de quedarnos otro día en la ciudad para llevarla a un veterinario a que nos hiciese los papeles pertinentes para llevarla con nosotros a Barcelona, pero se veía limpia y cuidada, estaba claro que vivía en la casa de la que había salido de un salto, así que al final la dejamos volver a su propietario.

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Cenamos fuera esa noche también, y después de cenar fuimos a tomar una cerveza y encontramos un lugar con shishas, donde pasamos un buen rato riendo y pensando en la última etapa importante al día siguiente, tras la cual pararíamos por fin a descansar unos días.

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La noche y el día

Día 58 – Miércoles 21 de agosto – De Belgrado a Sarajevo (388km)

388 kilómetros. No es mucho si lo comparamos a otros días. Había estado viajando lo suficiente y encontrado carreteras los suficientemente malas como para saber que no se puede ser demasiado optimista calculando distáncias y tiempo, pero confiaba en poder llevar a Sarajevo en un tiempo razonable para poder visitar la ciudad. Es un lugar con una historia que es perturbadora y al mismo tiempo extrañamente fascinante, y tenía muchas ganas de poder ver con mis propios ojos un lugar sobre el que había leído tanto. Desgraciadametne, no iba a poder ser.

Ya he comentado que entre las cosas que nos robaron en Tallinn había los cargadores para la cámara. Llevaba tres baterías, y a lo largo del viaje había descubierto que duraban mucho, mucho más de lo que me esperaba, pero el día anterior la última de ellas se estaba agotando, así que estaba a punto de quedarme sin cámara para una de las partes más interesantes del viaje. Tras dejar el hostal intentamos encontrar una parte del centro donde el chico que llevaba el hostal nos había dicho que quizá podíamos encontrar una tienda que vendiese lo que necesitábamos, pero como era de esperar, fue imposible llegar allí con la moto. Nos rendimos y decidimos dejar la ciudad, ya que se estaba haciendo tarde. Justo después de cruzar el puente vimos el centro comercial que la chica de recepción había mencionado el día anterior, así que decidimos parar para intentar por última vez encontrar un cargador. Sólo había una tienda de electrónica y me dijeron que las dos únicas cosas que podía hacer era buscar en Google el distribuidor de Canon para Serbia o ira una tienda en el centro donde podían… atención al detalle… hacerme un cargador. Resignado a no tener cámara de momento, y viendo que era casi mediodía, decidí irnos.

Salir de Belgrado resultó ser una experiencia tan indeseable como entrar, y perdimos mucho tiempo. Una vez en carretera abierta, las cosas no mejoraron demasiado, no había mucho tráfico, pero los Serbios se toman las cosas con calma al volante, y nadie tenía excesiva prisa por adelantar a los camiones, así que avanzamos muy lentamente los primeros 150km, hasta que llegamos un cruce donde paré a por gasolina y después, siguiendo el consejo del personal de la gasolinera sobre la ruta con menos tráfico, tomé una carretera más pequeña hasta la frontera. Pasamos por varios pueblos y ciudades pequeñas que parecían más parte de Siberia que de Europa y el único tramo interesante llegó cuando por fin nos acercamos al tipo de paisaje de colinas que esperaba encontrar en este país, ya cerca de la frontera. Me lo pasé mejor allí, pero el día estaba nublado y hacía demasiado frío y yo estaba demasiado cansado para disfrutarlo de verdad, y Nat se estaba congelando. Para empeorar las cosas, a unos pocos kilómetros de la frontera nos pasamos un desvío que no era ni de cerca tan claro como debiera haberlo sido una carretera que lleva a un paso fronterizo internacional, ya que estaba concentrado en intentar adelantar con seguridad a un idiota en un Polo gris que había estado reteniendo una fila de diez coches y al llegar a una subida con un carril de adelantamiento había decidido de golpe que le apetecía conducir mucho más rápido. A resultas de ello fuimos varios kilómetros en la dirección equivocada antes de encontrar un sitio donde parar, comparar el mapa en papel con el GPS, determinar dónde estábamos y deshacer el camino hasta el desvío correcto.

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Para cuando llegamos a la frontera ya era tarde, nos quedaban aún 150km para Sarajevo y los dos teníamos frío y estábamos cansados. Sin embargo, al igual que al cruzar de Hungría a Serbia las vibraciones que me transmitían los países cambiaron, las cosas cambiaron de nuevo al entrar en Bosnia y Herzegovina, esta vez a mejor, a pesar del aspecto del lado bosnio de la frontera, que no era gran cosa mas que cuatro barracas metálicas.

Nos encontramos con una pareja alemana en una GS650 y charlamos un rato mientras esperábamos a cruzar la frontera, cosa que siempre ayuda a animar un poco el viaje, luego salió el sol y el policía Bosnio volvió con nuestros papeles, nos regaló una amable sonrisa y nos dejó pasar a través de las barreras hacia un paisaje precioso. La carretera a partir de la frontera era simplemente espectacular: seguía el río Drina serpenteando por un cañón y me enamoré inmediatamente del lugar. Al cabo de un rato nos separamos del río y subimos hacia un paisaje de colinas ondulantes. Este era el último país que me quedaba por descubrir en el viaje, y se colocó directo en las primeras posiciones de la lista de mis países más bonitos en Europa juntamente con Rumanía. Hicimos una última parada en una gasolinera y cuando Nat fue a pagar y a comprar la pegatina del país el personal, que había visto todas las otras pegatinas, le preguntó si había estado en todos los países. Continuamos hacia Sarajevo con la puesta de sol, devolviendo los saludos de los niños en los pueblecitos que hacían gestos para que diésemos gas. Un ligero tirón al puño despertaba las más amplias sonrisas.

Llegamos a Sarajevo al anochecer, y me encantó ver que era un lugar mucho más relajado que Belgrado en lo referente al tráfico. Mientras que las calles estaban llenas de coches, los conductores no parecían para nada estresados, y había coches y motos aparcados en todas pares y ni un solo policía a la vista. Me fascinó de inmediato la imagen de la ciudad, tenía una mezcla de culturas musulmana y occidental que no había visto en ningún otro lugar en Europa y no llevaba más de cinco minutos parado antes de que se acercase gente a ofrecer ayuda e indicaciones. Nat fue a hacer el check in al hostel y volvió con una mujer que apenas hablaba inglés y me hizo gestos para que la siguiese en moto y empezó a andar a buen ritmo, con Nat detrás suyo. Le di la vuelta a la moto en la acera, arranqué y la seguí en dirección contraria por la calle por donde había llegado, lo que no pareció molestar a nadie, ni conductores ni peatones. Fui tras ella a través de una plaza, un par de calles y un puente mientras paraba el tráfico con más autoridad que muchos urbanos que he visto. Al fina llegamos a una pequeña casa y me indicó que diese la vuelta a la parte de detrás, donde encontré una puerta de garaje que abrió desde dentro para dejarme entrar en un patio y aparcar la moto justo debajo de la ventana de la que iba a ser nuestra habitación esa noche.

Había sido un día intenso, y Nat estaba cansada y con tanto frío que se dejó caer  en la moqueta de la habitación y se tapó con todas las mantas que encontró mientras yo iba a buscar algo de comida para llevar para poder traer al hostal para cenar antes de ir a dormir. El hostel estaba justo al lado del río en el casco antiguo, así que salí por la puerta, crucé un puente y me encontré con una calle peatonal con tanta vida y cafés, bares y restaurantes con terraza que no me quedó más remedio que ir a desenterrar a Nat de las mantas y salir a cenar fuera.

Calor, miseria y mugre

Día 57 – Martes 20 de agosto – De Budapest a Belgrado (379km)

El trayecto de Budapest a Belgrado era bastante largo, de modo que habíamos decidido coger la autopista. Había hecho la mayor parte de este mismo camino cuando iba hacia Rumania, y ya que eran más de 500km hasta Ighiu y quería tomar las carreteras de montaña una vez en el lado Rumano de la frontera, también había cogido la autopista y pagado por la matrika, el distintivo que permite usarla. Ya que esta vez estábamos intentando ahorrar lo máximo posible, decidí jugármela y pagar por ella. En cualquier caso habíamos cruzado toda Polonia y la parte norte de Hungría (las motos no pagan impuestos de circulación en Eslovaquia) sin comprar una y nadie nos había parado. El camino hasta la frontera pasó sin mucho que contar, en un momento dado cayeron unas gotas, pero hacía sol hacia adelante, así que no paré a ponernos el equipo de lluvia, y en un par de horas nos plantamos en la frontera.

Había cruzado 9 fronteras desde que dejé Rusia y ya me había acostumbrado al lujo de viajar por la UE, así que casi se me habían olvidado las molestias de tener que esperar a que comprobasen los pasaportes y los papeles de la moto de pie al sol vestido con el traje. Por suerte no tardaron mucho y nos dieron los pasaportes sellados y un panfleto que advertía sobre la corrupción policial con un número de ayuda en caso de problemas si nos paraba la policía del país. Buena bienvenida.

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Había ido aprendiendo a confiar en las primeras impresiones al cruzar la frontera a un nuevo país basándome en muchos factores distintos; el paisaje, la policía de la frontera, el comportamiento de los conductores, y en general instinto, y me dio la impresión de que Serbia era un país que no iba a disfrutar demasiado. Paramos a por gasolina y un par de cafés en la primera gasolinera que vimos, y un hombre que llegó en un BMW se acercó a saludar. Era de Liverpool, e iba de camino a Bulgaria a pasar las vacaciones con su mujer y su suergra, que eran de allí. Se mostró muy entusiasmado con la idea del viaje y nos deseó mucha suerte. Durante el resto del camino hasta Belgrado, el paisaje consistía en campos llanos, anónimos y requemados por el sol, y el aburrimiento solo se vio interrumpido puntualmente por las obras ocasionales. Paramos a hacer una última pausa en otra estación de servicio donde compré la pegatina del país y charlé con los tres chicos que trabajaban allí, que también preguntaron sobre el viaje y dijeron, medio en broma medio en serio, que no sería una buena idea visitar Bosnia i Herzegovina y Croacia con una pegatina de Serbia en la moto.

Para cuando llegamos a Belgrado el cielo era de un color gris plomizo y hacía un calor insoportable, cosa que no contribuyó demasiado a mi primera impresión de la ciudad. Las cosas empeoraron rápidamente cuando, justo después de cruzar un puente sobre el Danubio, el GPS indicó que sólo faltavan unos metros para el hostal. Estábamos en una calle de cinco carriles, tres de subida y dos de bajada, con aceras muy estrechas, flanqueada por edificios altos cubiertos de mugre gris oscura del humo del tráfico, no había ningún sitio donde parar ni que fuese un instante y era imposible cambiar de sentido para llegar a la puerta del hostal, que estaba en el lado opuesto de la calle. Lo único que podía hacer era seguir adelante y buscar un lugar donde dar la vuelta.

Si alguien está pensando en visitar Belgrado en coche o moto, no lo hagáis. En serio. Es mucho peor que cualquier cosa que hubiese encontrado en Ucrania o Rusia. Allí por lo menos puedes esquivar el tráfico y hacer un poco lo que necesites para llegar a destino: cambios de sentido, cortar por la acera, parar en cualquier sitio… pero Belgrado tenía un tráfico muy denso, había policía por todas partes multando a cualquier conductor que parase ni que fuese un segundo en un lugar donde no estuviese permitido, y no estaba permitido parar en ningún lugar. Para empeorar las cosas, la distribución de las calles no seguía ninguna lógica, y era imposible volver a encontrar la forma de regresar a un sitio determinado una vez lo habías pasado de largo, todo era dirección prohibida, prohibido girar, prohibido parar, prohibido aparcar, prohibido pasar, zona peatonal, calle sin salida… Era una pesadilla. Tardamos mucho en encontrar una forma de volver a la calle del hostal en el sentido correcto, y para cuando lo conseguimos, subí la moto a la acera, bloqueando el paso a los peatones y escasos centímetros de los autobuses que se lanzaban calle abajo a velocidades de vértigo. Nat fue a comprobar que estuviésemos en la dirección correcta (al más puro estilo soviético, no había ni una sola indicación de que allí hubiese un hostal) y yo me quedé rogando que ningún policía decidiese multarme entretanto. Volvió al cabo del rato con malas noticias: no había ningún sitio donde dejar la moto cerca. Había un centro comercial al otro lado del río, pero la chica de recepción no tenía ni idea si se podía aparcar allí durante la noche. Agotado, asfixiado entre el calor y el humo de los coches, descargué la moto mientras los autobuses parecían apuntar a mi cabeza al pasar y programé el GPS para que me llevase al parking más cercano. Llegados a ese punto me daba igual cuánto me costase dejar allí la moto una noche. Me indicó que había uno en la calle de detrás del edificio, pero, como no, me llevó un buen rato encontrar una forma de acceder a la calle. Al final llegué a un parking de varias plantas que no parecía tener mucha vigilancia, me aseguré que todo lo cerrable estuviese cerrado y encadené la moto a una columna. Volví al hostal sudado, cansado y con una profunda aversión a la ciudad. Después de una ducha fría fuimos a dar una vuelta para pasar el resto de la tarde, pero llegué a la conclusión de que la ciudad no tenía nada que ofrecer que compensase la mísera experiencia de intentar conducir por sus calles. Y es la primera vez en todo el viaje que me he sentido así.

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Un merecido descanso

Día 56 – Lunes 19 de agosto – Budapest (0km)

Ya había estado en Budapest al principio del viaje, así que ahora que estaba de vuelta en la ciudad sólo había una cosa que quería hacer y no había tenido tiempo de hacer en mi visita anterior: ir a uno de los baños de la ciudad y pasar el día sin hacer nada más que relajarme.

Bueno, en realidad había un par de cosas más que quería hacer, pero al final sólo conseguí hacer una de ellas. Necesitaba cambiar las pastillas de freno traseras y tensar la cadena, y me había estado esperando a estar en BikerCamp para hacerlo, ya que tienen espacio para trabajar y herramientas (que yo ya no tenía después de Tallinn…). Dormir en tienda supone despertarse con el sol, así que estaba en pie temprano y tuve tiempo de hacerlo por la mañana.

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La segunda cosa que quería hacer era encontrar una tienda de equiamiento de moto y comprar una faja, ya que mi espalda empezaba a acusar los kilómetros y ya no podía hacer 200km del tirón, pero resultó ser imposible. Era fiesta nacional y además había una festival de folk en la ciudad, así que todo estaba cerrado excepto algunos supermercados. En vez de ir de compras fuimos a visitar la ciudad, pero no pudimos subir a la ciudadela, ya que estaba cerrada por el festival.

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Debo decir que fue un poco un alivio, ya que hacía demasiado calor para subir andando hasta allí. Fuimos a comer y después de regalarnos un excelente frapuccino, nos dirigimos a los baños.

Había varios sitios que elegir, y al final fuimos a los Gellert, que eran populares, situados en un edificio interesante y además los había recomendado un amigo. El sitio era enorme, con varias piscinas y baños interiores y exteriores, y después de que me echasen de la piscina de nado interior por no llevar gorro, fuimos a los baños exteriores. El agua termal estaba a 36ºC y había chorros de agua con los que pude dar un buen masaje a mi maltrecha espalda, así que nos quedamos allí toda la tarde, relajándonos hasta la hora de cerrar.

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Para cuando salimos y era de noche y el aire era fresco, así que decidimos volver a pie en lugar de coger el metro. Había sido uno de los mejores días del viaje.

Hicimos un poco de compra en el camino de vuelta y después de cenar buscamos un hostal para nuestro siguiente destino, Belgrado. Tenía muchas ganas de ponerme en camino al día siguiente, íbamos a salir otra vez de la UE hacia una parte de Europa que no había visto nunca.

Un país de visto y no visto

Día 55 – Domingo 18 de Agosto – De Cracovia a Budapest (393km)

Pobre Eslovaquia. Es un país precioso, con algunas de las mejores carreteras y vistas que he encontrado en el viaje, pero solo le tocan unas pocas líneas y cuatro fotos que no le hacen nada de justicia.

Nuestra siguiente parada era Budapest, lo que significaba que íbamos a cruzar Eslovaquia de norte a sur para llegar allí, pero no íbamos a pasar una noche en el país, así que todo lo que vimos fue la carretera. Nos dejó muy buena impresión, el recorrido era muy agradable y casi no había tráfico, así que lo pasamos genial en el trayecto.

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Además, me gustaría felicitar al conductor de un Suzuki Gran Vitara por su excelente comportamiento al volante. Iba a decir “el 99,9% de conductores…” y la mayoría de gente que me conoce pensará que estoy exagerando, como normalmente hago, pero si tenéis en cuenta que llevo 15 años conduciendo y solo me he encontrado con dos conductores que hagan esto, quizá incluso 99,9% es una cifra baja. Bueno, el 99.9% de los conductores puede ir rápido en línea recta, cualquier idiota puede conducir un coche moderno rápido en línea recta, basta con pisar el acelerador y el coche corre, no tiene más. Sin embargo, en el momento en que ven que se acerca una curva, reducen la velocidad hasta un irritante paseo, aparentemente temerosos de que sus Audis de 60,000€ equipados con todas las letras del alfabeto en materia de sistemas de seguridad decidan de repente lanzarse a la cuneta y mandarlos a ellos y a sus familias a través de las puertas del infierno envueltos en llamas. Son la gente más desquiciante que puedes encontrar en la carretera, ya que no te queda otro remedio que esperar detrás suyo y sufrir su ineptitud, pero en el momento en que la carretera vuelve a ser recta y podrías tener la oportunidad de adelantarlos, la limitada parte de su cerebro que controla su pie derecho hace la conexión “línea recta – seguro” y pisan el pedal a fondo, desapareciendo hasta que encuentran la siguiente curva. Existe, sin embargo, un tipo de conductor extremadamente difícil de encontrar, que es consciente de que hay otra gente usando la carretera, gente que pueden querer ir más rápido que ellos en las curvas, y que intenta causar las mínimas molestias posibles. Este tipo de conductor tomará las curvas a una velocidad razonable para interferir lo mínimo con los demás usuarios de la vía pública, pero en cuanto llegue a una recta, adecuará la velocidad para permitir adelantarle. Desde aquí quiero felicitar a quien quiera que condujese aquel Suzuki, y decir que si hubiese más conductores así, las carreteras serían un lugar mejor.

Paramos unas cuantas veces en Eslovaquia a por gasolina, para comer, a por un helado, la obligada pegatina, etc. y llegamos a Budapest a última hora de la tarde. Volvimos a ese maravilloso lugar que es BikerCamp, y antes de montar la tienda o ni tan solo pensar en hacer algo de compra para cenar, me di una ducha y nos sentamos a hablar con unos moteros italianos y tomar unas cervezas.

Desafortunadamente, esto supuso que para cuando nos acordamos de la compra, el súper había cerrado ya, y tuvimos que ir a uno de esos badulaques 24h que siempre parecen tener unos cuantos individuos sospechosos en la puerta bebiendo cerveza también las 24h. Una vez llena la cesta de la compra fuimos a pagar y nos dijeron que no aceptaban tarjetas, y no teníamos moneda del país, así que tuvimos que dejar la comida allí e ir a buscar un cajero y volver, todo con el estómago vacío y cinco cervezas afectando nuestra capacidad de raciocinio.

Al final conseguimos preparar una cena que nos repuso las energías (bacon, mucho bacon), y luego volvimos a la cerveza y la conversación interesante.