Las cascadas de Ouzud y el motero solitario

Día 8 – 2 de enero – de Marrakech a Kasba Tadla (276km)

Tras la experiencia de Marrakech decidimos que lo mejor era evitar las ciudades, así que en lugar de pasar la siguiente noche en Beni-Mellal encontramos un riad en una pequeña población llamada Kasba Tadla, 30 kilómetros más al norte. A pesar de ello teníamos una jornada más corta sobre la moto, así que por primera vez en el viaje íbamos a aprovechar para parar a visitar cosas en vez de ver el país desde la moto.

Dejamos las estrechas calles del casco antiguo en formación cerrada y nos zambullimos en el tráfico de hora punta de la mañana sin desayunar, pues no estaba incluido y nuestro escritor bohemio pedía demasiado por él. Al entrar en la avenida principal de salida de la ciudad las dos otras motos quedaron un poco rezagadas detrás de algunos coches, de modo que cuando vi una gasolinera un poco más adelante me detuve a un lado, esperé a ver el faro de Gerard y entré hasta los surtidores. Cuando bajé de la moto y vi que Esteve no estaba con nosotros le pregunté a Gerard, que dijo que lo acababa de ver detrás suyo. Esperamos un rato, pero parecía que no nos había visto girar y había seguido adelante. Fui un rato a ver si lo encontraba, pero no lo vi y cuando volví a la gasolinera, donde Gerard se había quedado esperando, tampoco había aparecido allí de modo que, por si acaso, desandamos el camino hasta la rotonda anterior para asegurarnos de que no hubiera pasado nada.

Estaba claro que estaba delante nuestro, así que tarde o temprano pararía cuando viese que iba solo. Decidimos tirar hasta la intersección donde íbamos a dejar la nacional para iniciar la ruta paisajística, a unos 7 kilómetros a las afueras de Marrakech.

Tampoco estaba allí, y mientras debatíamos qué hacer recibí un SMS suyo en el que decía que estaba bien y que nos encontraríamos en las cascadas de Ouzud, a medio camino de Kasba Tadla.

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Lo encontramos esperando al lado de la carretera, con cara de haber disfrutado de una mañana entera con la carretera para él solito, apoyado en la moto y escuchando a un tipo que le estaba hablando de sus dos casas, su mujer y cómo tenía una para él y guardaba la mujer en la otra.

Llegamos a las cascadas en un momento, y empezamos el ritual habitual de los lugares turísticos: los tipos que te guían hasta un lugar donde aparcar, elegir uno, pagar al que te dice que te va a vigilar la moto y el casco, declinar las ofertas de los que te quieren guiar, encontrar el camino a lo que quieres ver tu solito e ir hacia el sitio.

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A pesar de que los lugareños nos ofrecían excursiones guiadas de dos horas, las cascadas estaban a cinco minutos del aparcamiento. Me las esperaba al final de una estrecha garganta, pero en realidad el camino llevaba a la parte superior, y la garganta se abría a nuestros pies. Había tres cascadas distintas vertiendo agua al río al fondo y, a juzgar por el aspecto del terreno, debía haber unas cuantas más en época de lluvias. Anduvimos alrededor de la parte superior de las cascadas para tener otra vista y luego volvimos a las motos para seguir con el viaje.

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Había sido un placer estirar las piernas un rato, incluso en ropa de moto, y ahora teníamos una buena carretera y un día cálido, así que disfrutamos de la vuelta hasta la nacional. Usamos carreteras secundarias durante un buen rato, incluyendo el ascenso de una serie de horquillas que ni tan solo aparecían en el mapa de papel que llevábamos.

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Las cosas cambiaron al llegar a la nacional, y a pesar de que quedaba poca distancia hasta nuestro destino, el tráfico era denso y la carretera monótona, así que teníamos unas ganas locas de terminar el día. La carretera tenía otras intenciones, y nos hizo atravesar Beni Mellal antes de dejarnos llegar a Kasba Tadla. Quizá era porque ya estábamos cansados, pero atravesar esta ciudad se me hizo más largo que cualquier otra, y nos alegramos mucho de llegara destino.

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Kasba Tadla era un lugar pequeño y de aspecto amable, con poco tráfico, y encontramos el riad enseguida. Me gustaba el sitio y, tras Marrakech, la amabilidad de nuestro huésped fue muy bienvenida. Aparcamos las motos dentro del riad, descargamos y como aún nos quedaban un par de horas de luz (por primera vez en el viaje) nos fuimos a visitar el centro.

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Estaba claro que no estábamos en un sitio turístico, cosa que se agradecía tras la gran ciudad. Este era el Marruecos que habíamos encontrado en Errachidia, una visión más realista del país. Fuimos hasta el mercado y el contraste con Marrakech no podía ser mayor: era un sitio pequeño, con la gente del pueblo haciendo sus compras y preocupándose de sus asuntos, sin nadie que intentara vendernos algo a cada paso.

img_1962De hecho, aquí la atracción turística éramos nosotros, todo el mundo parecía mirarnos y preguntarse qué hacíamos allí. Encontré una pequeña tienda que vendía accesorios para los escúteres y ciclomotores que forman la mayor parte del parque móvil del país y fui hacia ella a ver si tenían una pegatina del país para la moto. El chico de detrás del mostrador no hablaba francés, inglés ni español, pero tras señalar y gesticular un rato me entendió y sacó una pegatina de debajo del mostrador. Era mucho mejor que las que había visto el día anterior, con purpurina y otras horteradas, que parecían ser la única opción disponible en todo Marrakech, y tenía forma de bandera ondeando al viento, de modo que encajaría a la perfección el hueco entre Bulgaria y Kosovo, que era demasiado pequeño para una normal. Gerard y Ralu querían comprar especias desde hacía unos días, y encontraron una tienda de alimentación con un hombre que había vivido en España y que les estuvo explicando los distintos tipos que había.

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De vuelta al riad, cenamos mientras nuestro anfitrión nos daba algunos consejos de cosas que visitar al día siguiente. ¡Y tenía cerveza!

The Wanderess y la llamada de África

Día 7 – 1 de enero – Marrakech (0km)

No haber pasado la noche de fiesta salvaje tenía sus ventajas, entre ellas que no me costó nada madrugar para acompañar a Nat al aeropuerto. En el taxi, el conductor nos contó que se había producido un atentado terrorista en una discoteca en Turquía. Malas noticias para empezar el año, pensé, y me pregunté qué nos deparaba el 2017.

El aeropuerto estaba muy tranquilo y Nat pasó por los redoblados controles de seguridad en un momento. Tan buen punto desapareció por la puerta de la zona de embarque empecé a sentir esa familiar sensación de vacío que me invade cada vez que sigo adelante solo. Este vez era diferente, sin embargo, aún tenía compañía, pero por primera vez desde hacía años Nat y yo habíamos decidido comprar intercomunicadores para hacer las distancias más tolerables y nos habíamos acostumbrado a ellos muy rápidamente; estaba seguro de que los largos momentos de silencio sobre la moto se iban a notar mucho más ahora.

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Me reuní con el resto del grupo en el vestíbulo del hotel y Gerard, Esteve y yo salimos a visitar un riad que habíamos encontrado cerca mientras Raluca terminaba de hacer las maletas. Se supone que estaba a tan solo un par de calles de donde estábamos, cosa que nos ahorraría arrastrar las maletas mucho rato o tener que buscar otro sitio para aparcar las motos pero, sospechosamente, habíamos encontrado distintas ubicaciones: los mapas de Booking.com y Maps.me lo situaban a dos esquinas al este de nuestro riad, mientras que Google Maps indicaba que estaba justo en la dirección opuesta, cerca de la plaza donde habíamos aparcado las motos. Comprobamos la primera ubicación, pero no fuimos capaces de encontrar ningún sitio con el nombre del lugar que habíamos reservado: Riad Jakoura. Preguntamos a unos cuantos lugareños, dimos vueltas y vueltas alrededor de la ubicación que teníamos metiéndonos en todos los callejones del laberinto de la medina, pero no fuimos capaces de dar con él. Preguntamos en otro riad cercano, pero no habían oído hablar de tal sitio. Llamamos al número de teléfono de nuestra reserva, pero no nos respondió nadie.

Cuando nos pareció evidente que la ubicación no era la correcta decidimos ir a comprobar la otra. Esta vez teníamos un nombre de calle y un número, pero cuando llegamos solo encontramos un restaurante que también se anunciaba como riad. El encargado no había oído hablar del tal Riad Jakoura, pero cuando nos pidió que le enseñáramos las fotos en Booking.com para ver si reconocía el sitio, nos dimos cuenta de que las imágenes tenían una marca de agua que decía Riad Calypso. Ese nombre sí le resultaba familiar, y nos dio indicaciones para llegar a una dirección que no era ninguna de las dos que teníamos. Al final, encontramos una pequeña puerta de madera con el nombra Calypso en un pequeño cartel colgando sobre ella. Llamamos varias veces y, al cabo de un buen rato, un tipo vestido con ropa negra algo andrajosa y una espesa mata de pelo negro brillante despeinado apareció tras la puerta y nos miró con ojos confundidos.

Dos cosas nos parecieron evidentes desde el primer momento; una: no era marroquí, aunque era difícil precisar de dónde podía venir y, dos: tenía una resaca de las que hacen historia.

Le costó un rato entender que teníamos una reserva ahí y, cuando por fin lo procesó, nos invitó a pasar y se sentó tras su escritorio en una minúscula estancia sin ventanas. Se inclinó sobre un portátil al que le faltaban varias teclas, su cara iluminada por el resplandor naranja de una estufa eléctrica junto al ordenador, a escasos centímetros de su cabeza, y empezó a teclear y hacer clics, murmurando para sus adentros, entrecerrando los ojos y pidiéndome que le deletreara mi nombre varias veces mientras hablaba con una chica joven que estaba de pie justo detrás suyo en la semioscuridad del despacho y que, dedujimos, era una empleada nueva que estaba formando.

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Esteve y Gerard estaban esperando en la puerta, y mientras yo estaba teniendo escasa suerte intentando hacer entender al tipo qué clase de habitaciones habíamos reservado, Gerard estaba teniendo mucha mejor suerte en algo completamente diferente. Justo en ese momento, de pie en el minúsculo vestíbulo del riad, sintió la ‘llamada de África’ tras seis días seguidos sin haber podido ir al baño y, dispuesto a no dejar escapar la oportunidad, se coló en un lavabo que encontró tras una puerta de madera bajo la escalera e hizo las paces con el mundo.

Para cuando salió, el sr. Resaca había conseguido por fin encontrar nuestra reserva, y ya estaba listo para enseñarnos las habitaciones. La de Esteve y mía estaba en la planta baja, en el patio, y la de Gerard y Ralu en el primer piso pero, aparentemente, no era la que él creía: cuando abrió la puerta para enseñársela a Gerard se encontró con un huésped durmiendo a pata suelta. Parece que se había olvidado de que esa habitación estaba ya ocupada y, tras disculparse profusamente, llevó a Gerard a la correcta.

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Lo dejamos volver a su mazmorra a cuidar su resaca pegado a la estufa y salimos a buscar los trastos del otro riad, no sin antes de que un desprevenido Esteve entrase un momento en el baño y casi necesitara asistencia médica tras encontrar el resultado de la ‘llamada de África’ de Gerard.

También teníamos que pagar a los de la plaza otra noche de aparcamiento por las motos, y una vez saldada la deuda y hecha una rápida comprobación de las motos, uno de ellos empezó a preguntarme algo en árabe que al principio no entendí. Estaba señalando la moto de Gerard y luego a mí, y caí en que me estaba preguntando si era la mía. Le dije que no, y señalé a Gerard. Entonces el tipo se sacó un manojo de llaves de debajo de la chilaba y las sacudió frente a él, riendo.  ¡Gerard se había dejado las llaves puestas el día anterior! Cuando volvimos a pasar por allí con las maletas de camino al otro riad, el tipo aún reía.

Mientras Gerard y Ralu terminaban de llevar sus cosas a la habitación me entretuve hablando con nuestro anfitrión. Tenía curiosidad para ver de dónde era, pues hablaba un francés fluido pero con acento inglés, sin embargo, cuando lo oí disculparse en inglés al pobre tipo que había despertado no había sido capaz de identificar su acento.

Resultó que era un escritor y poeta de Seattle, donde había vivido hasta los 21. Se mudó a París hasta la mitad de la treintena, y luego a Grecia, dónde tuvo una novia. Tras romper con ella, vivió en distintos lugares a lo largo de la costa mediterránea española hasta que su última novela, llamada The Wanderess, se convirtió en un éxito de ventas. Aparentemente, había sacado bastante dinero de ello y de ‘vender algunos poemas a una estrella del pop’, según sus propias palabras, y había pensado que era el momento de hacer una inversión de futuro, así que había decidido comprar un riad en Marrakech. Hacía tan solo 10 meses que lo tenía, cosa que explicaba el cambio de nombre (pero no los problemas con la ubicación).

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Pasamos el resto del día en el embriagador caos de la medina, comprando algunos recuerdos y disfrutando del ambiente. Tras tantas horas seguidas en las motos era maravilloso pasar un día entero a pie, solo para relajarse. Comimos un kebab en la plaza Jemaa el-Fna, tomamos un café y un gofre en una de las terrazas con vistas a la plaza y volvimos al riad a contemplar la puesta de sol desde la terraza.

img_1922Teniendo en cuenta el estado en el que habíamos encontrado a nuestro anfitrión por la mañana, estábamos seguros de que esta vez por fin íbamos a conseguir algo de cerveza para disfrutar de la terraza, y no nos equivocamos: el riad tenía cerveza marroquí que nos supo a gloria después de tantos días de abstinencia.

La breve descripción del propietario del riad, el sr. Payne, no hace justicia a su vida. Echad un vistazo a su biografía aquí.

Tizi n’Tichka y fin de año en Marrakech

Día 6 – 31 de diciembre – de Ouarzazate a Marrakech (221km)

A pesar de que el sol ya había salido para cuando empezamos a cargar las motos la temperatura que indicaba el cuadro era tan solo cuatro grados centígrados. Hoy iba a ser el gran día, el último reto antes de empezar la vuelta a casa. Había dos puntos en nuestra ruta que habíamos considerado potencialmente difíciles: cruzar el Atlas Medio de camino al sur hacia Merzouga, y cruzar el Alto Atlas en la subida hacia Marrakech. El primero no había planteado ningún problema, tuvimos buen tiempo y a pesar de haber encontrado nieve en los puntos más altos, las carreteras estaban limpias y las temperaturas eran bajas pero dentro de lo razonable. Esta vez, sin embargo, íbamos a subir más alto, a través del famoso puerto de Tizi n’Tichka. En los últimos días había ido recibiendo algunas fotos y vídeoimg-20161231-wa0000s de gente que estaba de ruta en distintos puntos del Atlas y el denominador común era nieve y frío. La habitual imagen de una carretera serpenteante sobre un trasfondo rocoso y ocre había sido sustituida por un manto blanco con una delgada línea negra haciendo eses montaña arriba. A pesar de que nos habían asegurado que la carretera era una ruta principal a través del Atlas y, como tal, se mantenía limpia de nieve, temíamos que las temperaturas pudieran ser demasiado bajas, así que por primera vez en el viaje saqué la artillería pesada: unas mallas de correr de invierno para llevar debajo de los pantalones de moto, calcetines de seda para llevar debajo de unos calcetines de esquí de lana gruesa, sotoguantes de seda y una capa extra entre el polar y la camiseta térmica.

Antes del asalto al puerto queríamos visitar Ait Benhaddou, la famosa ciudad de barro fortificada que ha aparecido en incontables películas.

img_1820Hacía muy buen día y, para cuando aparcamos las motos y cruzamos el río hacia la entrada de la ciudad, la temperatura era bastante alta.

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Lo primero que visitamos fue una kasbah, un frío y oscuro laberinto de corredores estrechos, escaleras y habitaciones, pero en cuanto salimos y empezamos a ascender por las callejuelas de la ciudad vestidos para el frío extremo nos arrepentimos de nuestra decisión de habernos puesto tanta ropa.

img_1834Al menos la visita bien valía sudar un poco, y no tardamos en volver a las motos, así que nos la dejamos puesta.

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Un par de días antes, un amigo me había recomendado una ruta con mejores paisajes como alternativa para subir al Tizi n’Tichka: en lugar de regresar a la carretera principal tras la visita a Ait Benhaddou, hay una pequeña carretera local que sigue pasada la ciudad y atraviesa varias aldeas de montaña antes de unirse a la nacional justo antes del puerto. Con tan buen tiempo pensamos que valía la pena arriesgarse y tomamos esta ruta.

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Al cabo de poco no quedaba ni rastro de lo más turístico y nos encontramos en una carretera estrecha y sin tráfico que subía a través de un valle rocoso con preciosos pueblecitos de barro que iban apareciendo y desapareciendo. En todos ellos, los niños salían corriendo a darnos la bienvenida en la carretera en cuanto oían las motos acercarse a sus casas; da igual en qué lugar del mundo se encuentre uno, a todos los críos les encantan estas máquinas. El paisaje cambiaba de polvo y rocas a arcilla oscura a medida que ganábamos altura y más adelante el valle se abría en una llanura fértil donde nuestra ruta viraba al oeste, permitiéndonos atisbar las montañas que íbamos a cruzar por primera vez.

img_1865Parecía haber mucha menos nieve de la que habíamos anticipado, y las temperaturas se mantenían dentro de un margen tranquilizador mientras íbamos ganando altura. Al cabo de poco empezamos a ver abetos al lado de la carretera y encontramos nieve aquí y allí, pero estaba claro que la mayor parte de lo que habíamos visto en fotos de las semanas anteriores ya se había fundido.

img_1894Estábamos ya cerca de la carretera principal cuando se me pasó por la cabeza una idea: ésta era una carretera muy pequeña y estaba seguro de que no quitaban la nieve tan a menudo como en la nacional del puerto. Lo único que haría falta llegados a este punto sería una placa de nieve que cruzara la carretera, simplemente unos 20 o 30 metros, y nos veríamos obligados a deshacer todo el camino hasta Ait Benhaddou para dar la vuelta por la nacional, perdiendo un tiempo precioso.

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Afortunadamente, llegamos al a nacional sin problemas y pronto estábamos culminando el Tizi n’Tichka.

img_1885Habíamos tenido mucha suerte y gozado de un tiempo inmejorable y unas de las mejores vistas de todo el viaje. Ahora era el momento de enfrentarnos al siguiente reto: el temido tráfico de Marrakech, una perspectiva nada halagüeña teniendo en cuenta que nuestro hotel estaba dentro del casco antiguo, un laberinto de callejuelas estrechas infestadas de escúteres suicidas.

Tras un largo descenso de la cara sur del Atlas y una breve parada para quitarnos varias capas de ropa llegamos a las afueras de la ciudad. Al principio el tráfico era bastante razonable; visto por primera vez puede parecer caótico y peligroso, pero hay cierto orden en ese caos, con escúteres, peatones, coches, camiones, autobuses y taxis avanzando a milímetros los unos de los otros pero, milagrosamente, sin tocarse.

Llegamos a una de las puertas en la muralla que cerca la medina y la cosa se puso mucho más interesante. El GPS nos enviaba por una calle estrecha llena de gente y escúteres, y nuestras motos parecían torpes elefantes avanzando en un río de frenético movimiento. Alcanzamos una pequeña plaza llena de coches aparcados y paramos a un lado un momento para localizar el riad.

Por suerte, éste se encontraba justo a la vuelta de la esquina, pero no nos alegró tanto que, cuando descargamos las motos y preguntamos dónde las podíamos aparcar, nos dijeran que no disponían de aparcamiento en el riad. No las queríamos dejar en la calle en un sitio tan caótico, y tras mucho discutir, el encargado de recepción nos dijo que siguiéramos a un amigo suyo que tenía otro riad con un patio accesible desde la calle y que había accedido a dejarnos meter las motos dentro. Bajamos por un callejón aún más estrecho donde nos abrieron una pequeña puerta de madera y nos hicieron gestos para meter la moto por ella. Era evidente que era claramente demasiado estrecha para meter el manillar y había un escalón bastante pronunciado, de modo que cuando intenté meter primero la rueda y girar el manillar para pasar primero un lado y luego otro, lo único que conseguí fue quedarme atascado.  El amigo tuvo que empujarme desde dentro mientras otros dos tiraban desde fuera para volver a sacar la moto al callejón. Era imposible dejar las motos allí, y la única alternativa era la plaza, donde teníamos que pagar 50 dirhams y una especie de vigilantes montaban guardia toda la noche. El vigilante del hotel, que nos había estado ayudando con todo este movimiento, nos garantizó que las motos estarían seguras, y los de la plaza nos enseñaron un par de motos grandes tapadas con mantas entre escúteres polvorientos, así que al final tuvimos que acceder a dejarlas allí.

La segunda decepción con el riad vino cuando les dijimos que habíamos pensado pasar una noche de más para tener tiempo de visitar la ciudad después de dejar a Nat en el aeropuerto y no mostraron interés alguno en nuestra solicitud. ‘Mira si hay sitio a través de Booking’, nos dijo el de recepción. Estábamos cansados después de un día largo en la carretera y de dar vueltas intentando aparcar las motos, así que decidimos darnos una ducha, cambiarnos y luego ya buscaríamos alternativas para la noche siguiente. Tras ponernos de acuerdo un par de sitios que tenían buena pinta, fuimos a buscar dónde cenar y visitar la medina.

Si las calles que llevaban al riad nos habían parecido caóticas, adentrarse en la medina era aún peor. Las calles eran más estrechas, había miles de tenderetes vendiendo de todo a los turistas, cada uno de ellos con un comerciante ansioso por hacer entrar a la gente en el suyo al son de ‘amigo, amigo’ o el equivalente en cualquiera que fuera el idioma que necesitaran, mientras los chavales del lugar pasaban zumbando con sus motillos de dos tiempos, haciendo el aire irrespirable. Encontramos un restaurante tranquilo y cenamos temprano antes de ir hacia la plaza principal a ver si había algo organizado para celebrar el año nuevo, pero resulta que la fiesta estaba en la parte nueva de la ciudad, no aquí. Intentamos esperar hasta la medianoche para celebrarlo en las calles, pero a medida que iba pasando el tiempo los tenderetes iban cerrando, los callejones se vaciaban y nos sentíamos cansados y con frío, así que decidimos volver al hotel a dar la bienvenida al nuevo año allí.

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La medina estaba completamente desierta a estas horas y las calles vacías tenían un aire inquietante. Era imposible identificar ningún punto de referencia para volver al riad ahora que las tiendas estaban cerradas y todas las persianas metálicas lucían el mismo aspecto. Para empeorar nuestra desorientación, algunas calles cerraban, lo que implicaba tener que dar largos rodeos simplemente para llegar al otro lado de un portalón de madera. Finalmente conseguimos salir y llegar al riad a tiempo de pillar las campanadas del Big Ben en una cadena extranjera, pero no teníamos champán para brindar por el nuevo año. Es complicado celebrar estas cosas en un país musulmán…