En casa

Día 70 – Lunes 2 de septiembre – De St. Thomé a Barcelona (611km)

Podría haberme ido del camping sin pagar. Me levanté temprano, pero no creí que fuese tan temprano que tanto la recepción como el bar aún estarían cerrados. Imaginé que era porqué ya había empezado la temporada baja, al menos a juzgar por el ambiente que se respiraba en el sitio. Había un aroma de melancolía post-vacacional en el aire: quedaban pocas caravanas, esparcidas entre los árboles de la extensa zona de acampada, no había niños correteando arriba y abajo, no coches llenos de veraneantes yendo y viniendo. Incluso el aire parecía más frío que en las primeras mañanas del viaje, pero quizá era solo porque era temprano y mi mente me estaba haciendo una jugarreta. Sea como fuere, el aspecto del lugar me tocó el ánimo y noté como la fría mano de la melancolía me acariciaba el alma. Sabía que cada uno de los gestos que estaban por venir ese día iba a ser el último: cargar la moto, salir a la carretera, sentir el olor de la mañana por las carreteras secundarias, buscar un sitio donde desayunar, parar a media mañana a quitarme ropa a medida que el día se volviera más cálido, encontrar una gasolinera, buscar un sitio donde comer, parar a ver si el GPS me daba una ruta más bonita si tenía tiempo…

La puerta del bar/recepción estaba abierta, pero sólo había una chica limpiando y preparando las cosas para abrir más tarde. Cuando le dije que me iba y que quería pagar me dijo que la recepción aún no estaba abierta, como tampoco lo estaba el bar, lo que significaba que si me tenía que esperar, iba a ser con el estómago vacío, cosa que no quería hacer. Le di a ella el dinero de la estancia, le dije que había estado acampado en la plaza 83 y que le diese el dinero a quien correspondiese.

Las motos tienen descuento en las autopistas francesas, y como había decidido que no quería entrar en mi país por la autopista de la costa sino por los Pirineos, cogí la autopista para la primera parte de la jornada de vuelta. Poco después de entrar en la autoroute, paré a desayunar en una de las maravillosas áreas de servicio francesas, donde me encontré de nuevo con mi viejo amigo, el viento.

Me había sentado en la terraza del restaurante para disfrutar de mi desayuno al sol, pero una vez había dado cuenta del bocadillo y el zumo sólo pude dar un par de sorbos al café antes de que una ráfaga de viento se llevase la taza entera. Bueno, al menos no me lo tiró encima…

No me había encontrado con vientos tan fuertes desde el principio del viaje a excepción de la tormenta de arena en Kazakstán que se llevó mis guantes de piel. Al cabo de unas horas de pelear con el viento en la autopista, llegué a la conclusión de que de todas las condiciones meteorológicas que me había ido encontrando durante el viaje, esta era, sorprendentemente, la que más detestaba. El fuerte viento se veía empeorado por las turbulencias provocadas por los camiones y furgonetas, y me al final me cansé del tema y dejé la autopista mucho antes de lo que tenía previsto y me volví a las carreteras secundarias esperando estar más protegido del viento y encontrar menos turbulencias del tráfico, que iría más lento.

La cosa no mejoró demasiado… Francia es un país genial con muchas cosas que ver, pero por desgracia la mayoría de ellas no están en el centro del país. Hice kilómetros y kilómetros a través de pueblos aletargados, campos, polígonos industriales, más campos y mas pueblos aletargados, acompañado todavía por el viento y teniendo que aguantar los centenares de abuelos que se pasean por esas carreteras de campo con sus Berlingos a 20km/h. Si uno va a Francia como turista, hay mucho que ver. En mi caso, estaba haciendo un tour muy largo saliendo desde Barcelona, lo que significaba que Francia era un país que tenía que atravesar para llegar a cosas más interesantes. Si vuelvo a hacer esto, creo que iré con ferry a Italia y luego a los Balcanes para evitarlo.

Finalmente llegué a Perpiñán, donde quería girar al oeste para enfilar hacia los Pirineos. Era ya la hora de comer, así que para cuando dejé la ciudad y sus políginos industriales detrás empecé a buscar un sitio donde comer. Quería encontrar un restaurante de pueblo y regalarme una buena última comida en la carretera, pero parece que no iba a ser posible. Me pregunto si era festivo o simplemente a los franceses no les gusta trabajar un lunes, pero no conseguí encontrar absolutamente nada abierto en ninguno de los pueblos por los que pasé. También necesitaba llenar el depósito, así que me dirigí a una gasolinera de supermercado que había encontrado en el GPS, y ya que no había ni un solo bar o restaurante abierto, decidí que compraría algo allí y me buscaría la vida en algún rincón agradable cerca de la carretera ahora que ya me acercaba a la montaña. Esa opción también quedó descartada en cuanto entré al parking del supermercado. No había ni alma a la vista, todas las persianas estaban bajadas y solo había un par de surtidores de los que funcionan con tarjeta a pleno sol para darme la bienvenida. Llené el depósito, y como aún llevaba la capa térmica del traje (hacía frío por la mañana) empecé a desmontarla sin ni tan solo apartar la moto del surtidor. Naturalmente, tan pronto como empecé a bajarme los pantalones, aparecieron no uno sino tres coches, una moto y un hombre a pie con un bidón de gasolina en la mano que querían usar el maldito surtidor. ¿¡De dónde salían!? ¡Acababa de atravesar un pueblo donde no había ni gatos! Empujé la moto para dejar sitio y terminé de cambiarme mientras una mademoiselle de cierta edad ponía a prueba la paciencia de los otros cuatro clientes mientras se tomaba su tiempo para descubrir cómo usar su tarjeta para pagar la gasolina.

Seguí mi camino intentando encontrar un sitio donde comer y al final me tuve que rendir y parar en el único lugar abierto que encontré. Un McDonald’s. Sí. Una hamburguesa del McDonald’s. En Francia. En mi último día. Yo tampoco podía creérmelo.

Al menos el día mejoró radicalmente a partir de ahí. Atravesé Prades y enfilé por la N116 en dirección a la frontera. Había estado incontables veces en esa carretera vinendo de mi lado de la frontera, ya que normalmente voy a esa zona a esquiar, y es una carretera fenomenal, pero nunca había pasado de Mont-Louis. En un día claro se puede ver el valle extendiéndose hasta la planicie y el mar al fondo, y siempre había querido hacer esta parte de la carretera hasta Perpiñán. ¡Que carretera y que forma de volver a mi tierra! Subí por la carretera serpenteante hasta el tramo que ya conocía, disfrutando de la tarde y del paisaje que me ofrecían estas montañas, viejas conocidas. Ya en la Cerdanya, en el otro lado, atravesé la última frontera del viaje y volví a mi tierra natal.

Como ya he dicho, normalmente vengo aquí en invierno a esquiar o en verano a hacer montaña. Desde Barcelona, hay un túnel que lleva hasta aquí más rápido, pero es de peaje y no es barato. Sin embargo, la mayoría de la gente, yo incluído, prefiere pagar y tomar ese camino que hacer el puerto que pasa por encima de la montaña, ya que es mucho más largo y cansado de conducir. Hacía tiempo que no pasaba por el puerto, pues, y se me había olvidado que maravilla de carretera es. Ya que era lunes, no había nadie más y la tuve para mi solito. Me lo pasé en grande subiendo la Collada, estirando el motor en cada cambio, tumbando en las curvas y disfrutando de la carretera y el paisaje.

Paré en lo alto del puerto a contemplar las vistas y pensé que no había un camino mejor para volver a casa.

IMG_1824

Es curioso como viajar distancias tan grandes pone las cosas en perspectiva. Cuando vengo aquí, le viaje de vuelta a casa al final de día parece largo, estás en la frontera, en la montaña, lejos de Barcelona. Cuando me volví a subir en la moto vi que el GPS indicaba que me quedaban 140km hasta mi casa. Durante todo el viaje, cuando veía en el GPS que me quedan 150-100km hasta el destino tenía la sensación de que ya había completado la jornada, y que sólo me quedaba hacer los pocos kilómetros que me separaban del centro y del sitio donde me tocaba dormir esa noche. Me reí y tomé la primera curva de bajada por esa carretera que tanto conocía.

Llegué a Barcelona muy rápido y me encontré con el tráfico de última hora de la tarde. La moto y el traje estaban cubiertos con la suciedad, el polvo y los insectos de los últimos 14 países, yo tenía la cara sin afeitar y requemada por el sol, y una sonrisa de felicidad tonta de lado a lado de la cara. En los semáforos la gente me miraba como si me hubiese perdido de camino al Dakar. Cogí la Gran Vía para ir hacia el centro, y cuando llegué a la rotonda elevada de la plaza de Glòries, donde se cruza con la Diagonal, el sol ya estaba bajo, bañando la ciudad en una cálida luz anaranjada. Me puse de pie en la moto, miré al sol que empezaba a descender más allá de la Sagrada Família y pensé “ya estoy en casa”.

2013-09-02 20.40.19