Día 2 – 27 de diciembre – Ferry de Almeria-Melilla y de Melilla a Fez (317km)
Otro madrugón no era precisamente lo que Gerard necesitaba para recuperarse, y para cuando entramos en el puerto a las 6 de la mañana empezaba a dudar si comenzar o no el viaje, pero teníamos todos la esperanza que un buen chute de medicamentos comprados la noche anterior y cuatro horas extras de sueño durante la travesía hasta Melilla le ayudarían a encontrarse mejor.
El resto pasamos el tiempo en la cubierta superior, los únicos locos que se enfrentaban al frío y el viento para ver el sol salir sobre el mar.
Cuando desembarcamos la temperatura era ya mucho más alta y, tras llenar los depósitos para aprovechar el régimen fiscal especial de Melilla, atravesamos la ciudad en busca de la frontera, donde entramos ya oficialmente en territorio africano.
Bueno, de hecho primero teníamos que meter las motos a través de una marea humana intentando cruzar la frontera. No los inmigrantes o refugiados que aparecen en las noticias, intentando poner pie en este pequeño enclave de territorio europeo en el norte de África, sino una horda de marroquíes que cruzan la frontera para comprar cosas que son más baratas aquí o imposibles de encontrar en Marruecos y luego se las llevan de vuelta a su país para venderlas. Para evitar que las instalaciones de la frontera se colapsen de gente cargada de cajas y fardos, los guardias solo abren el acceso para peatones cada cierto tiempo, y toda la gente que está esperando corre para intentar colarse antes de que vuelvan a cerrar. Íbamos con la moto detrás de una furgoneta cuando, cerca ya de la entrada de vehículos, vimos un gran número de personas sentadas por todas partes esperando. Entonces, con toda la mala suerte de la que las coincidencias son capaces, justo cuando la furgoneta pasaba por un paso de peatones, los guardias debieron abrir las puertas, porque todo el mundo se puso en pie de repente, agarraron sus bártulos y salieron a toda prisa hacia la entrada. En cuestión de segundos nos vimos rodeados por una masa humana y temí que alguien tropezara o le empujaran y se diese contra la moto, que cargada y con pasajero sería imposible de mantener de pie, y ya me veía de narices en el suelo en medio de semejante caos.
Una vez conseguimos atravesar el gentío y entrar en el recinto de la frontera el caos seguía; habíamos preparado los papeles de importación temporal de la moto, pero aún teníamos que rellenar un pequeño formulario de inmigración, hacer que nos sellaran el pasaporte y nos firmaran y sellaran el formulario de la moto en la frontera y en la aduana. Los formularios de inmigración no se veían por ninguna parte, y la razón era que los ‘ayudantes’ que pululan por la mayoría de fronteras los tenían todos ellos. Aquí eran especialmente persistentes, y la actitud del personal de fronteras no hacía sino fomentar la situación: no había señales, indicaciones ni explicaciones en ninguna parte.
Pasamos por el tubo con la ‘ayuda’ de uno de los tipos que nos entraron nada más parar la moto y en cuestión de minutos ya teníamos todos los papeles hechos y solo quedaba esperar al resto del grupo mientras presenciábamos un curioso espectáculo: un coche cargado a más no poder intentaba pasar la frontera con más bártulos que los que imagino que las normas de importación permiten, y un agente de aduanas se había puesto al volante para llevar el coche a un área aparte, mientras un grupo de hombres iba sacando fardos del maletero apresuradamente con el coche en movimiento y lanzándolos por encima de la verja que separaba el acceso peatonal a sus colegas para evitar que los confiscaran.
Cuando ya estábamos todos listos salimos del complejo fronterizo, cambiamos algo de dinero y tomamos la carretera hacia el sur. Había mucha policía, pero nadie nos paró y, una vez lo peor del tráfico de Nador quedó atrás, pudimos disfrutar de buenas carreteras hasta que empalmamos con la autopista hacia Fez.
Tras haber descansado y comido algo en el ferry Gerard se encontraba mejor y había decidido seguir adelante con el viaje. Nos habíamos puesto en camino bastante tarde a causa de todos los trámites en la frontera, y nos preocupaba que cayese la noche antes de llegar a la ciudad y encontrar el sitio donde íbamos a pasar la noche, pero conseguimos llegar justo tras la puesta de sol y sumergirnos en un laberinto de callejuelas por encima de la medina, buscando la casa donde nos teníamos que alojar.
Habíamos reservado habitaciones en una propiedad a través de AirBnB que estaba anunciada como ‘un palacio’, pero la puerta lisa de metal ante la que acabamos no parecía en absoluto lujosa. El propietario salió y nos dijo que íbamos a estar más abajo en la misma calle y nos indicó que le siguiéramos.
¡Y vaya si era un palacio! Ya había oscurecido y, tras atravesar una gran puerta metálica, dejamos las motos en el garaje de un edificio apartado y nos llevamos las maletas calle abajo, a través de un patio, por otra puerta grande, a lo largo de un callejón… tras pocas horas de sueño y muchas de moto, me sentía completamente desorientado y tenía la sensación de flotar de un lugar a otro, hasta que otra puerta enorme, esta vez de madera, se abrió y dimos a un patio que bien podría haber pertenecido a la Alhambra.
Lo atravesamos y subimos por unas escaleras que nos llevaron a la habitación, un vasto espacio de más de 100 metros cuadrados, con techos de por lo menos seis metros de altura decorados con madera tallada y pintada, tapices y espesas cortinas… era increíble.
Según nos contó, el abuelo del propietario había sido el Pachá de Casablanca y esta era su segunda residencia, donde mantenía a sus cuatro esposas y 12 concubinas mientras se reunía con personajes de la talla de Winston Churchill y Theodore Roosvelt.
Intentando aún procesar todo lo que habíamos vivido en las últimas 24 horas, caímos rendidos bajo varias capas de mantas y nos dormimos al instante.